Una tarde lluviosa de Bromley, un barrio de gente normal de Londres, un maestro de escuela se plantó frente a las casa de una familia normal. Golpeó la puerta tres veces y esperó. Tenía que hablar con los padres de aquel niño al que tenía en clase.
Llevaba tiempo observándolo, tenía algo especial. Lo puso a prueba -era uno de esos maestros a los que les gusta su trabajo- y un día descubrió lo que para nadie estaba a la luz pero residía dentro de aquella cabecita. Un potencial, un don, algo que no podía quedarse allí; algo que todos debían disfrutar.
La madre abrió la puerta. “Hola, soy el profesor de su hijo. Me gustaría hablar con usted, espero que pueda darme unos minutos. No se preocupe, todo va bien en el colegio…”
Los minutos fueron algo más de lo que esperaba. Aquella madre escuchó atentamente a aquel joven maestro que hablaba con tanta pasión sobre su hijo pequeño. Las palabras salían de su boca a trompicones. No podía decir que no a aquello que se le exponía con tantas ganas. Al cabo de aquella conversación ambos acordaron que al niño había que ayudarle a desarrollar su don.
Ese niño se llamaba David, y hoy, más de sesenta años después de aquella mañana de Bromley, ha fallecido. Pero gracias a aquel maestro de escuela, su muerte es solo una etapa más de una vida que ya es eterna y que se ha multiplicado, inspirando a los que en su día fueron unos niños parecidos a él. Observad a vuestros hijos, todos los niños esconden tesoros.
Buen viaje, David. Sólo una última cosa, cuando pases por Marte mira si hay vida.